Mientras cocinaba, he aprovechado para poner una lavadora de color, me he sentado a comer mientras revisaba el mail y veía las noticias, a la vez que echaba un vistazo a Instagram y ha sido ahí cuando me he dado cuenta que estaba haciendo muchas cosas, y a la vez ninguna.
¿Hace cuánto tiempo que no veo una película del tirón?
Hace unos meses, en una época que andaba bastante estresada, me apunté a un curso de mindfulness. Tuve que pedir en el trabajo que me dejaran salir un jueves diez minutos antes para cruzar Barcelona y llegar a tiempo. Es un poco raro llegar a un curso de meditación sudada, despeinada y atacada, pero siempre te queda la esperanza de que peor no vas a salir (eso no puedes decirlo cuando sales de la peluquería, por ejemplo).
Recuerdo que el profe nos sentó a todos en círculo, cerramos los ojos, nos dijo que abriéramos la palma de la mano y nos ofreció un buñuelo. Confieso que por un momento tuve que abrirlos porque no atiné a adivinar con el tacto qué era lo que estaba tocando y estaba empezando a darme angustia. Por la textura parecía una cría de algún animal pequeño y por eso preferí asegurar el tiro. A todo esto… ¿Quién ofrece buñuelos en una clase de mindfulness?
Cabe decir que a mí los buñuelos no me gustan. Nunca me han gustado. A veces agradezco que sean de esas cosas típicas de una época del año y la probabilidad de que alguien te ofrezca y tengas que decir que no sea mínima.
Como no quería parecer problemática en ese momento – repito: en ese momento -, procedí a comérmelo aun sabiendo que eso no me iba a sentar bien, pero me centré solo en el objetivo del ejercicio: hacer una sola cosa. Así que cerré los ojos de nuevo y sentí el sabor acampando a sus anchas por mi boca.
Ese día me di cuenta de muchas cosas -el buñuelo no estaba tan mal- y la que más llamó la atención fue la de que vivimos atropellados en nuestra propia vida. Y desde entonces no he dejado de pensar.
Pero qué difícil es pisar el freno a toda esta movida de actividades y necesidades que nos hemos inventado para -quizá- no conectar con nosotros mismos.
A veces quisiera encontrar el botón de mi cuerpo que dice “modo avión”, donde poder flotar y dejar que pause todo lo que me atropella.
Volver a ese lugar cálido y tranquilo donde la mente sabe llevarnos a veces.
Recuerdo una vez que me quedé atrapada en el ascensor. Quien me conoce sabe que eso me da más miedo que perder una lentilla en un concierto de ska. Tras unos minutos de pánico y después de pedir ayuda, me senté en el suelo y me limité a observar las cuatro paredes que me rodeaban y simplemente respiré y sentí que estaba allí, donde alguna vez había dejado la bolsa de basura, el carro de la compra o se le había escapado un poco de pis al perro de los del 2º 1º. De alguna manera para mí el tiempo se había parado. Todo estaba en suspensión -como seguramente yo a siete pisos de altura- pero en ese momento, conecté conmigo como nunca lo había hecho.
Hoy sin embargo, mientras escribo estas líneas, acabo de perder el autobús y tengo que esperar 8 minutos.
He resoplado y he dicho “8 minutos”.
Esta prisa absurda es agotadora sinceramente, pero no hay manera de quitármela de encima.
Echo de menos parar y volar en suspensión. Echo de menos poder respirar, contar hasta 10 y activar el botón “modo avión”.