lunes, 14 de marzo de 2022

Estar mal es lo que se lleva

No sé cómo estaréis vosotros, pero estar mal es lo que se lleva. Antes salías a la calle y, aunque tuvieras un mal día, tenías que fingir que estabas bien. Una sonrisa forzada, un dejar pasar a alguien en la cola del supermercado, una taza humeante de Mr Wonderful entre tus montañas de papeles, tareas y ropa sin recoger… Basta. Eso se acabó. Ahora lo que se lleva es estar mal.

Si quieres molar, la próxima vez que salgas de casa y te cruces a un conocido, la conversación podría ser algo así:

- Qué tal, tío, cómo estás?
- Buah, estoy fatal. Tú cómo estás?
- Yo en la mierda, estoy peor que tú.
- Tío estamos fatal, macho.
- (…)

La vida no es fácil. Nos venden millones de recetas sobre cómo ser más felices en forma de libros, ídolos, dietas, charlas, drogas… nos obligan a fingir que todo va bien, a barrer y guardar las bolas de polvo debajo de la alfombra, a bañarnos en perfumes para que no se note nuestro olor a miedo, a ansiedad o a sudor (sí, aprovecho este momento para aclarar que la colonia no erradica el olor a sudor, a menos que te la bebas y el efecto del alcohol haga que te evapores). 

Al final, aparentar que todo iba bien para ser socialmente aceptados y no convertirnos en el brasas de turno, era agotador y al fin, sin saber cómo y sin habernos dado cuenta, se ha impuesto la moda del estar mal, igual que se impuso la tendencia del crop top y el pantalón de tiro alto, justo cuando sacaron al mercado las Oreo doble bañadas en chocolate blanco, y a nadie le preguntaron si era el mejor momento.

Viendo que el mundo se va al carajo, la mejor opción es creer en la suerte. Yo he empezado a comprar lotería, pero me quedo hablando con el lotero de lo mal que está todo y acabo regalándole los décimos a él. Sé que así no me va a tocar nunca nada, pero en realidad estoy siguiendo un estratégico plan hacia el verdadero sentido de la existencia: las señales.

¿Cuándo me di cuenta de que en el cielo estaba la respuesta? El primer día de curso de este año. Miércoles 1 de septiembre de 2021. Os contaré lo que ocurrió.

Llegaba tarde a trabajar. Como ya sabéis, el 1 de septiembre todos los institutos empiezan con un claustro de profesores a las 9.00h de la mañana. El ser humano no está preparado para pasar dos meses de vacaciones, volver con la barriga más morena que el profe de gimnasia, y que te hagan madrugar de esa forma. Es como si a un oso que acaba su hibernación, lo sacas de su cueva y le pones a hacer ecuaciones de segundo grado. No es natural. Necesitamos una vuelta al trabajo progresiva y digna, empezando en noviembre, por ejemplo.

El caso es que llegué un poco justa al instituto y decidí pasar por el lavabo antes de incorporarme al claustro. Allí, me encontré a una compañera muy apurada y me dijo que le acababa de pasar algo horrible. 

- ¿Horrible? ¿Cómo de horrible? ¿Qué te ha pasado?
- Estoy fatal, se me acaba de cagar un palomo en el pelo.

Bueno, no hay discusión. Yo he llorado menos por la ruptura de una relación que las veces que se me ha hecho caca una paloma en alguna parte de mi cuerpo. Es así, no entremos a valorar el por qué.

Inmediatamente giró la cabeza y pude ver la plasta blanca incrustada en su pelo, como si fuera un tocado de boda, pero sin boda y bien tocado. No era momento de huir, estaba claro que tenía que meter la mano ahí y liberarla de ese peso. La animé a poner la cabeza debajo de la pica del lavabo, cosa que me pareció refrescante al principio, pero acabó dejándome los pies como los del señor que vende los tickets en un parque acuático.

Estaba claro: un curso que empieza así no puede acabar bien. Pero todavía no conocíamos lo peor. Encontramos sitio al final de la sala de actos. En los claustros la gente se pone delante del aire acondicionado para estar fresquitos, sobre todo en verano, y los que llegamos tarde estamos condenamos a freírnos como pollos en las últimas filas, es de ley. Allí, aguardaba otra compañera a la que todavía le temblaban las piernas, y no precisamente de la emoción por empezar el nuevo curso escolar. 

(Poner voz susurrante)

- (Compañera A): Chicas, no sabéis lo que me ha pasado…
- (Compañera B): Sea lo que sea no vas a superar esto, se me ha cagado un palomo en el pelo entrando al instituto.

- (Yo): Ya ves, he intentado secarle la cabeza con papel de váter y ahora parece que tenga caspa.
- (Compañera A): He aparcado el coche y, justo cuando estaba cerrando la puerta, ha caído un pájaro del cielo y se ha estampado contra el cristal.
- (Todo el claustro): ¿¡QUÉÉÉÉÉÉ!?

Satán, sácame de este lugar y llévame lejos. ¿Qué significaban todas esas señales? ¿Qué iba a ser lo próximo? ¿Estamos condenados a que todo vaya a salir fatal o son meras casualidades? ¿Por qué tenemos tanto miedo a que las cosas vayan mal? 

Friedrich Nietzsche consideró a Mijalovich Dostoiesvski el más grande de los psicólogos de todos los tiempos. Escribió lo que la sabiduría popular sabe desde siempre: no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos. Muchas veces los conflictos o los problemas nos hacen crecer y es a partir de ahí cuando empezamos a madurar.

Entonces, ¿por qué nos agobiamos tanto por no ser felices? ¿qué seríamos o dónde estaríamos sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a rabiar, en el sentido más propio de esta palabra. 

El los Demonios, uno de los personajes más enigmáticos creados por Dostoievski, dice: 

“Todo es bueno… todo. El hombre es desdichado, porque no sabe que sea dichoso. Sólo por esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca, será feliz en el acto, en el mismo instante…”

Tan desesperadamente simple es la solución. No te castigues si a veces no eres capaz de seguir tus propios principios, de alcanzar tus metas, de llevar una sonrisa perpetua en la cara. Confórmate si la mayoría de tus acciones son más humanas, porque eso te acercará mucho más a tu propio bienestar. Y recuerda que las señales no siempre las encontrarás mirando al cielo, que ya ves lo que nos manda el mundo de las aves. Quizá la respuesta está en nosotros mismos y sólo tenemos que mirar hacia adentro.


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